Cuando éramos niños a menudo, por no decir siempre, jugábamos con nuestros amigos invisibles, esos que imaginábamos, esos que para nosotros cobraban vida y voz en medio de la fantasía, o salían de las novelas o películas, ya como héroes o ya como científicos, que desafiaban toda teoría, y que ahora de adultos aún conservamos en nuestro mundo secreto, porque todavía con ellos alucinamos, a pesar de que esas imágenes reprimamos con gotas de realidad.
Te has preguntado así como yo, si tuvieras el súper poder para verlos, qué harías, cómo te comportarías, al ver materializado al que en esa lejana infancia fue tu mejor amigo, el compañero de aventuras, el que probablemente haya crecido junto contigo, pero que por vergüenza u olvido lo fuiste dejando de lado, o quizás se haya quedado pequeño, y permanezca en el mundo del nunca jamás junto a Peter Pan, siempre niño, siempre alegre.
En este punto debo confesar que cuando niña y aun ahora, codicie y codicio vehementemente La Espada de El Augurio, aquella que empuñaba en sus manos Leono para ver más allá de lo evidente, cuánto nos ayudaría tenerla, cuántas situaciones anticiparíamos de poseerla, cuántas de nuestras preguntas encontrarían respuesta.
Estos pensamientos me acompañan, sobre todo, cuando en alguna esquina de esta inmensa ciudad, suelo encontrarme con niños, ancianos, hombres y mujeres, con miradas perdidas, lágrimas y alegrías contenidas, los que llevan la etiqueta de pobres, desplazados o discapacitados, lo curioso es que esas etiquetas están impresas indeleblemente con la tinta de la discriminación y no la del reconocimiento de su existencia, que por fin los integre no solo nominativamente en una ley sino en la práctica de la misma, tanto por las autoridades, instituciones y sociedad.
En momentos como estos, no puedo evitar creer, que a lo mejor nuestros amigos invisibles se convirtieron en ellos, los que ahora no queremos ver y nos empeñamos en ignorar, en cada calzada o cruce de peatón, que les es difícil de atravesar, en cada rampa por la que se tienen que deslizar, con la diligencia que no siempre reciben en atención, en la ausencia de manos amigas que puedan con ellos cooperar, o de efectivas políticas públicas que puedan sus problemas amenguar y si con suerte solucionar.
Si de niños podíamos hablar con nuestros amigos invisibles, por qué ahora nuestra vista acostumbra a nuestros hermanos de carne y hueso esquivar, en qué momento la fórmula de Griffin surtió efecto y todos nos volvimos invisibles, sin buena o poca voluntad, al punto que, lo que antes era intrínseco a la sociedad, ahora es hazaña que se debe resaltar, porque que alguien se ofrezca a empujar una silla de ruedas, atender a un anciano, dar una moneda y hasta saludar, ya no es común.
Es momento de buscar la fórmula para revertir esta situación, cada día tenemos la invitación de hacer la diferencia comenzar nosotros mismos, a través de pequeños actos que sumen y hagan el gran cambio, donde consideremos al otro y su necesidad, nos toca tomar acción y crear nuevos escenarios de inclusión que permitan a cada persona su desarrollo y bienestar.
Me encanta tu enfoque si tan sólo pudiéramos ver más allá de lo evidente, y también pudiéramos hacer algo, es triste ver que los valores que deberían ser innatos en las personas y en la sociedad, se pierdan y se conviertan en hechos heroicos, y las malas costumbres,palabras y hechos, cada vez son más comunes y se están haciendo costumbre. Ojalá fuéramos héroes e hiciéramos que todo lo bueno vuelva