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Era la una de la tarde, cuando la hora del almuerzo me sorprendió en la calle y lejos de casa por lo que, entre la variedad de restaurantes elegimos el de la propuesta casera, el que te ofrecía ensalada y bebida natural, y mientras las ideas mezclaba con el tiempo, a la espera de que me atendieran, fui testigo de un hecho, que si bien suele pasar no se ve a diario o no es muy común que nos impresione tanto la vista y el corazón.

Al costado de mi mesa, estaban sentadas dos señoritas vestidas de traje, que seguramente salieron del trabajo para tomar el refrigerio del mediodía, poco después entro en escena un niño pequeño, que estimo tendría entre seis o siete años, ofreciendo como ya es costumbre algunas golosinas, cuando una de ellas para sorpresa de todos, incluso del personal del restaurante, lo invitó a sentarse porque había decidido no darle dinero sino brindarle el que posiblemente sería el alimento más importante que comería ese día, y quizás este acto de desprendimiento dirán algunos no nos es ajeno, porque en un pasado puede que nos haya tenido de protagonistas, sin embargo, la actitud de la muchacha me llamó más la atención, cuando se dispuso a enseñarle al niño con mucha voluntad y paciencia a utilizar los cubiertos, a acomodarse de tal manera que podía sostener el vaso de refresco, compartió su mesa con él y no lo desterró a una mesa contigua como se lo sugirieron, más bien lo acogió con un especial cariño, y pensé que no todos tenemos esa capacidad para actuar de esa forma, y mi afán no es desmerecer otras acciones, sino resaltar ésta.

Poco tiempo después, apareció en el restaurante la madre del niño, pretendiendo llevárselo, bajo el argumento de que no quería dar molestias, aunque el niño aún no había terminado y mencionó que ella podía darle de comer a su hijo hasta que acabe el almuerzo, pero la señorita insistió, con cierta autoridad y quizás desconfianza hacia la madre, que el niño se quedará por lo menos hasta que concluya, objetivo que finalmente logró.

Vale decir, que toda la escena relatada de principio a fin, me emocionó mucho, que al salir del local no evité felicitar a la protagonista de esta historia, porque no fue un mero acto de desprendimiento el que tuvo, ya que, ese niño no solo se alimentó con comida sino a nivel espiritual, donde una ciudadana como usted o como yo, se convirtió en una verdadera maestra que le brindó su tiempo, para con paciencia y amor enseñarle a usar los cubiertos, a decir gracias, lo tomó en cuenta y lo escuchó, además que su acto de solidaridad fue una enseñanza que nos salpicó a todos en ese espacio porque ningún comensal dejó de apreciarlo.

Todos podemos ser maestros para enseñar las lecciones que alimentan esencialmente el alma,  y para ello se requiere como certificación o título la buena voluntad y el deseo de hacer algo por el otro, todos estamos invitados día a día a tomar acción en la enseñanza de alguna materia o valor,  que procure el bien común y contribuya a crear una mejor sociedad.

 

 

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